jueves, 15 de agosto de 2013

Las lágrimas del vientre (CUENTO)

(Les comparto este cuento que forma parte de un libro de cuentos cuyo título preeliminar es "Urbanoides", posiblemente sea publicado en 2014. Si les gusta no duden compartirlo)

Lo primero que noté cuando todo empezó fue que ella decidió cortarme las uñas de las manos.

-          He pensado que nunca te he cuidado como debe ser, ¿sabés? Y uno nunca sabe cuándo es tarde, uno nunca sabe cuándo detenerse a pensarlo y corregir –me dijo con la mirada perdida en algún punto de la pared.

      Se me acercó, después de terminar su labor con mis largas uñas de la mano, y me dio un beso. Supe que estaba muy nerviosa por su mal aliento; tendría el estómago hecho un nudo de ansiedad y acidez descontrolada. Siempre le pasaba lo mismo, la conocía bien.

   Ella no era una mujer cariñosa conmigo, nunca lo había sido; era impensable para mí antes que ella de repente se sintiese con el deseo de cortarme las uñas, darme un beso tierno en la mejilla o, como hizo unas horas después, acercarse e incluso peinarme un poco. A mí nunca me había gustado peinarme, me gustaban las mechas libres, pero ella era obsesiva con eso; durante años su víctima había sido nuestra hija.

   Ella tampoco había sido servicial conmigo, rara vez movió sus lindas manos para servirme un café, servirme la comida o limpiarme unos zapatos, ni siquiera lavarme la ropa; yo tenía que hacerme todo eso siempre.

     -          Yo no soy su criada, ni lo crea –me había dicho repetidas veces, posicionándose claramente en sus intenciones.

   Me sorprendí entonces cuando unas horas después ella quiso ponerme los zapatos de charol más finos que yo tenía, perfectamente limpios y embetunados.

   Pero a mí no me interesaba nada de eso, ni de ella ni de ninguna mujer, yo siempre había hecho mis cosas, desde que estuve en la universidad y luego cuando viví solo durante muchos años, como un soltero común, uno más incorporado a la Población Económica Activa, uno más con días buenos y otros malos. Muy pronto me pidieron dar clases de cursos básicos de economía en una universidad privada de bajo nivel, y aunque no me agradaba hacerlo ahí, la docencia me pareció entretenida. Fue cuando la conocí, fue mi alumna en dos cursos.

   Un día nos encontramos en un bar, ella me cautivó con su vestido de chifón transparente que apenas le cubría lo necesario para no alterar la moralidad conservadora y de doble cara de nuestros tiempos. Desde ese mismo día me dejó claro que no sería tierna, ni cariñosa, ni servicial, ni atenta por mí; pero se acercó a la barra para preguntarme:

   -          Dicen que los profes de la U son muy solitarios, ¿es cierto?

   -          No lo creo, quizás solo están esperando inteligentemente la compañía adecuada, sin desesperarse para cometer un error –le contesté, sin creérmelo mucho.

   -          Entonces podré acompañarlo sin duda alguna –me dijo sonriendo mágicamente, como nos sonríen todas al principio o quizás como sentimos que nos sonríen todas al principio.

   Le asentí con la mirada y lo demás ha sido historia.

   Ya hace años que no me sonríe, mucho menos manifestarme alguna emoción fuerte. Toda su vida es un misterio, no sé de sus tristezas; no llora frente a mí, ni de sus preocupaciones; no me habla de lo que le importa, ni de pasiones; nunca manifiesta sus emociones frente a mí.

   En los últimos años ha sido cada día más difícil, su evidente rechazo de mis caricias furtivas, su desinterés en abrazarme por las noches, buscar un momento de placer o incluso su total apatía al verme desnudo, o que yo la vea, me han ido demostrando que ella se aburrió de mí.

   Pero ahora me tiene desnudo, me está limpiando muy bien con perfumes cuya procedencia desconozco y llora desconsolada mientras me reitera:

   -          He pensado que nunca te he cuidado como debe ser, ¿sabés? Y uno nunca sabe cuándo es tarde.

   Luego me abraza y llora desde el vientre –lo noto porque nunca lo había hecho así-, ahora de repente ha recuperado todo su interés en mí, mientras me viste, poco a poco, con mi traje negro más fino. Me pasa tiernamente la mano derecha por el mentón y la mejilla, mientras me mira de frente, al fin, y una lágrima suya cae sobre mi álgida boca.