martes, 30 de marzo de 2010

Cuando la muerte no alcanza capítulo 0

Primer capítulo de la novela sobre Garabito, el gran cacique costarricense:

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La sangre sobre el río

La muerte me rescata de la muerte para saberme vida
Alfonso Chase

Se fortalecerán de este lugar acabado que dejo.
Otra vez giran los árboles sobre mi cabeza, se mueve el espejo del río y el cielo no me deja levantarme, me empuja para todo lado sin misericordia, y eso que los cristianos salvajes, ambiciosos del oro, dicen que la misericordia está en el cielo. Este debe ser el maldito infierno que se inventaron los salvajes para ponerlo bajo la tierra y acabar con la vida. Esto es lo que queda al amanecer, al anochecer y al abrir los ojos de nuevo, después de dormir. Lo único que nos va quedando de la tierra, del barro y del maíz.
Es difícil haber sido tan hombre y ahora solo poder encontrar en la chicha el escape. Haber extendido sobre el río tanta sangre y verla disolverse como la vida misma. Amanecer tirado con la compañía silenciosa de una piedra y un fuerte dolor en la cabeza, tomar agua hasta que arda la panza y quedar siempre con sed.
Me ha costado mucho tiempo sentarme hoy. Tiembla la tierra y todo se mueve sin mi control. Es difícil pensar que pueda entender algo, pero es ahora cuando puedo hacerlo mejor, ver nuestro mundo como una extensión de lugares predestinados al dolor y a la sangre de los cuerpos. Ahora puedo sentir que la muerte de verdad es horrible y puedo sentirla muy cerca, dejarla corroer mis entrañas y provocarme este pasmoso miedo que me tiene temblando por dentro. Puedo ver la muerte de los hombres después de los años, acariciarla con ironía y soñarla en ese infierno que prometen los cristianos del otro lado del mar.
Ellos nos trajeron ese infierno que no conocíamos y lograron que lo viviéramos todos los días, juntos, que lo bebiéramos todos los días. Lo pusieron bajo la tierra, donde habita la vida, donde la Madre Tierra nos da fertilidad y alegría; convirtieron a la tierra que es la vida en su infierno que es la muerte. Más que sus espadas nos trajeron su peor arma: el infierno. Lo hicieron para ellos, pero lo gastaron en nosotros.
¿Cómo es que no pueden ver la maravilla en el discurrir de las aguas del río? ¿Por qué necesitan ensuciarla con su sangre y la sangre de los otros? ¿Qué extraña medicina fabricarán los armadillos con el metal dorado que tanto los obsesiona? Veo en el fondo el brillo de ese oro que llaman, de esa joya por la que matan y son muertos. Y yo aquí, perdido en los espíritus de la chicha de maíz, tocando con la mano temblorosa esta gran piedra que me cobijó toda la noche. Ya no tengo a mi guardián, al jaguar que tantas vueltas al sol me acompañó dándome señales y cuidando mi puntería contra los invasores. Empecé a morir desde su muerte, fue cuando me supe vida. Arrastrarme en cada crepúsculo al lado de mi leal compañera, hasta llegar a hoy, aquí, solo, junto al río que tantos momentos felices nos dio juntos…
Me doy cuenta que me quedo ausente, ido, debo estirarme, dejar de pensar, sentir, aborrecer ese infierno, permitir a los espíritus del todo que sigan funcionando sobre mi cuerpo, sobre mí.
No sé cómo decirme estas cosas que siento, este horrible vacío que me persigue desde aquella vez que extraños barbudos llegaron al valle, sonrientes como muecas de algo que fue sonrisa, con aquella amenaza en sus ojos que todos pudimos ver. Les temimos y les dimos nuestro alimento, y nuestra bondad, la nuestra, la que ellos entienden pero desdeñan, la que sienten pero temen más. Los tratamos bien, en verdad estábamos entontecidos con sus ropas plateadas, sus grandes y tenebrosas barbas, su lengua rara y agresiva, sus espadas asesinas, sus animales esclavizados y esos pedazos de agua dura que nos mostraba al otro que también somos, el reflejo según decían. Espejos, los llamaban. Podíamos vernos en ellos, como ahora que puedo ver mi cara en el reflejo de este limpio y tranquilo río. Qué ilusos quienes digan que no teníamos espejos, si teníamos desde el río hasta el cielo.
Tomo mucha agua y sigo con sed, y sigo confundido; hoy no puedo sacar conclusiones, no puedo más que sentirme triste y dejarme llevar por el curso del río…
Me duele el cuerpo, siento una terrible desazón en los huesos, me pesa el mundo y se me va la respiración. Veo la sangre diluirse sobre el río.
Caminaré hasta la Ceiba para buscar las últimas respuestas.

sábado, 6 de marzo de 2010

La estupidez me salva

La estupidez me salva

“La literatura es un avance laborioso a través de la propia estupidez”.
Rodolfo Walsh

La estupidez me salvó de las depresivas noches
los poemas para no inmolarte
o no maldecirte simplemente
y la distancia me salvó del ridículo.

La estupidez se me hizo televisión
cada madrugada de Rambo innumerable
y cada tarde de lluvia sin ganas
de Internet tan inmenso para no dormir

de nuevo hastiado del recuerdo

para engañar al suicidio
y su necia persecución de muerte despreciada.

La estupidez me dio sueño
después de escribir con ella el irredento
camino
hacia su triunfo diario
hacia su riqueza expresiva en el comercio
hacia su propia posibilidad de venderse a sí misma
como el agua
como una ola más
en el mar de los insaciables.

La estupidez me sonroja
cuando digo que sin ella
la vida hubiera sido más difícil

cada vez que te pensaba

cada vez que al salir ya no pienso más…

Los poemas me salvan de la estupidez
por eso me duele escribirlos

cada vez que te atraviesas

cada vez que intento no pensar
en lo estúpidamente bella que alguna vez fuiste.

Que la estupidez me salve mañana
pasado mañana
y todos los días que te encuentres inventándome.
2007