domingo, 12 de enero de 2014

El estruendo entre las distancias (cuento)

            Uno resume una noche así como la arrogancia del sudor. Se suda tanto y por tantas causas que sin darte cuenta ya estás seco, jadeante, tan áspero que debes acudir a las reservas de agua del cuerpo…y del bar. Estás perplejo, deliciosamente embobado, permitiendo la falta de armonía y la reiterada cadencia torpe de su cuerpo contra el tuyo. Refriega de hedores a cerveza que no se huelen, tímpanos que ya no perciben. Todo lo sinuoso es permitido, incluso besos jadeantes que no se tocan.
            Estaba por irme ese día, de hecho ya iba caminando hacia la puerta. Sentí una mano enrollada sobre mi brazo, la otra en mi cintura. “Me están asaltando”, pensé, “y en pleno gentío, en pleno baile extasiado”. Me volvió de un tirón cuando ya presentía que se trataba de algo más que un burdo asalto. Cobarde me sentí al verla desplegar sus movimientos pretendidamente sensuales sobre mi vientre. Le seguí el juego y bailé a su ritmo, seguí mi camino, pero no me lo permitió.
            Esa noche entendí que rara vez notas cuando una mujer te admira, es más, no te das cuenta ni siquiera cuando te ve. Tenía media hora de recibir desprecios y pedanterías de las “muy lindas” que frecuentan esos antros. Solo observaba, como todos los maes, el ir y venir de las nenas y, claro, medir cuan ebrias estaban para convertirse en presas.
            Al enterarme de eso decidí partir, “a veces es mejor compañía una cerveza en algún bar silencioso y tranquilo, que una mujer en un escándalo”, pensé antes de darme a la tarea de la retirada. Luego no pude evitar preguntarme, más como una afirmación, si en realidad el ruido les permitía a esas mujeres callar para no tener que entregarse en su ignorancia y superficialidad. También luego supe que para mí aquel estruendo “reggaetonero” me permitiría también callar sobre mi vacío de palabras y mi escaso ánimo para complicarme con diálogos cansinos. La diferencia era que ellas no las necesitaba para expresarse, en cambio yo estaba harto, con todo el tedio de la desilusión, de usarlas, a las insulsas palabras. Era un buen momento para el silencio en medio del bon bon embrutecedor. Un agotamiento compartido.
            Desplegaba casi con arte sus manos sobre mis relieves y, aunque suene cursi, a veces ni me tocaba. Trazó una ruta de efervescencia con cada movimiento, se volvía hacia atrás proponiendo sus glúteos como una ofrenda al dios del  relajo. Regresa al frente, me tomaba las manos, las dejaba caer sobre sus pechos, pero cuando yo reaccionaba, sobrevenía inevitable la huida, en el mismo zigzageo de su baile. No se dejaba tocar, pero me tocaba a su antojo.  El dominio tenía dueña. Su nombre ya no importaba.
            -¿De dónde sos? –le insinué como a la media hora.
            Su mirada cómplice, risueña, pícara, me dejó en silencio de nuevo. Definitivamente mejor callar para que la noche nos llevara sin hallarle significados.
            Ella vivía su ebriedad, estaba en su mundo. Solo dijo “chao” y desapareció entre el gentío, después de dos horas de sudor silencioso.

            Pudo ser tu hermana, quizás tu novia, o una amiga con derecho, solo pude ver que la saludaste un día de estos y te brillaban los ojos.

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