Uno resume una noche así como la
arrogancia del sudor. Se suda tanto y por tantas causas que sin darte cuenta ya
estás seco, jadeante, tan áspero que debes acudir a las reservas de agua del
cuerpo…y del bar. Estás perplejo, deliciosamente embobado, permitiendo la falta
de armonía y la reiterada cadencia torpe de su cuerpo contra el tuyo. Refriega
de hedores a cerveza que no se huelen, tímpanos que ya no perciben. Todo lo
sinuoso es permitido, incluso besos jadeantes que no se tocan.
Estaba por irme ese día, de hecho ya
iba caminando hacia la puerta. Sentí una mano enrollada sobre mi brazo, la otra
en mi cintura. “Me están asaltando”, pensé, “y en pleno gentío, en pleno baile
extasiado”. Me volvió de un tirón cuando ya presentía que se trataba de algo
más que un burdo asalto. Cobarde me sentí al verla desplegar sus movimientos
pretendidamente sensuales sobre mi vientre. Le seguí el juego y bailé a su
ritmo, seguí mi camino, pero no me lo permitió.
Esa noche entendí que rara vez notas
cuando una mujer te admira, es más, no te das cuenta ni siquiera cuando te ve.
Tenía media hora de recibir desprecios y pedanterías de las “muy lindas” que
frecuentan esos antros. Solo observaba, como todos los maes, el ir y venir de
las nenas y, claro, medir cuan ebrias estaban para convertirse en presas.
Al enterarme de eso decidí partir,
“a veces es mejor compañía una cerveza en algún bar silencioso y tranquilo, que
una mujer en un escándalo”, pensé antes de darme a la tarea de la retirada.
Luego no pude evitar preguntarme, más como una afirmación, si en realidad el
ruido les permitía a esas mujeres callar para no tener que entregarse en su
ignorancia y superficialidad. También luego supe que para mí aquel estruendo
“reggaetonero” me permitiría también callar sobre mi vacío de palabras y mi
escaso ánimo para complicarme con diálogos cansinos. La diferencia era que
ellas no las necesitaba para expresarse, en cambio yo estaba harto, con todo el
tedio de la desilusión, de usarlas, a las insulsas palabras. Era un buen
momento para el silencio en medio del bon bon embrutecedor. Un agotamiento compartido.
Desplegaba casi con arte sus manos
sobre mis relieves y, aunque suene cursi, a veces ni me tocaba. Trazó una ruta
de efervescencia con cada movimiento, se volvía hacia atrás proponiendo sus
glúteos como una ofrenda al dios del
relajo. Regresa al frente, me tomaba las manos, las dejaba caer sobre
sus pechos, pero cuando yo reaccionaba, sobrevenía inevitable la huida, en el
mismo zigzageo de su baile. No se dejaba tocar, pero me tocaba a su
antojo. El dominio tenía dueña. Su
nombre ya no importaba.
-¿De dónde sos? –le insinué como a
la media hora.
Su mirada cómplice, risueña, pícara,
me dejó en silencio de nuevo. Definitivamente mejor callar para que la noche
nos llevara sin hallarle significados.
Ella vivía su ebriedad, estaba en su
mundo. Solo dijo “chao” y desapareció entre el gentío, después de dos horas de
sudor silencioso.
Pudo ser tu hermana, quizás tu
novia, o una amiga con derecho, solo pude ver que la saludaste un día de estos
y te brillaban los ojos.
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